lunes, 17 de octubre de 2011



Apelmazamiento

Miró la hora a las cuatro, a las cuatro y dos, a las cuatro y cinco y a las cuatro y siete con treinta y ocho segundos, momento en el cuál decidió sacarse el reloj. Era el quinto mes de su primer trabajo y el exhibidor del mostrador ya había promocionado al menos catorce perfumes, cada uno de ellos, el mejor, el más suave, el más rico y el pase seguro a la cama del hombre más atractivo del reino animal.
La humedad apelmazaba sus bucles perfectos, ya no tan perfectos, más bien, apelmazados por la humedad. Los movió un poco al levantar la cabeza cuando sintió la presencia de un hombre, haciendo las veces de cliente de uno o más negocios. En ese caso, de la perfumería “Liles” de Parque Patricios, en donde una chica de bucles negros y apelmazados permanecía detrás del mostrador depositario de al menos catorce promociones de los mejores perfumes en los últimos cinco meses.
Un regalo para su novia, un aniversario. Parece que el tercero, porque así se lo recordó ella, sutilmente, el domingo, después de haber descargado sus ansias de gritarle al techo su goce carnal; y aún así le había quedado voz suficiente como para preguntar que qué vamos a hacer para nuestro aniversario, que ya tres años, que parece mentira. Y que, claro, entre aquellas frases, aparentemente casuales, la palabra “regalo” se había deslizado como por un tobogán de “no me importa, sólo quiero estar con vos”.
Esta fragancia es única, es el regalo ideal. Huela qué frescura, muy sensual, señor. Su novia va a quedar encantada y encima está en oferta.
¿Y por qué el señor, cliente, miró indignado a aquella muchacha de bucles apelmazados, sin reloj y con un aburrimiento atroz? Ella sabía que el perfume que ofrecía no era ni único, ni especial, ni súper, ni nada. Pero tampoco lo era ninguno de los otros que pudieran estar a la venta en esa o en cualquier otra perfumería.
Mientras la vendedora continuaba con sus intentos de venta, Señor Cliente observaba el cartel promocional imaginando cómo los hombres más atractivos del reino animal respiraban la sensualidad de su Daniela, desperdigada en gotitas sobre su cuello, hombros y pelo.
Aquellos oídos tapados por bucles apelmazados y negros escucharon por décimo novena vez en el día palabras como “Lo voy a pensar”, “cualquier cosa vuelvo”, “Gracias por su tiempo, señorita”, “Hasta luego y buenas tardes”

Imaginó que serían casi las siete. Al menos, ese fue su deseo, a pesar de que la última hora siempre era la más larga de la jornada. Además, ya estaba refrescando, aunque la humedad no cesaba. Un cliente acababa de de comprar un enorme ramo de rosas rojas con una tarjeta de aniversario. Vio pasar a una morocha de bucles no tan perfectos y le preguntó la hora. Mientras la muchacha sacaba su celular porque su reloj había quedado en el cajón del mostrador, su perfume se confundió con el de las flores. Al alejarse, la florista pensó que olía rico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario